Hoy reproduzco este que aunque más parece un cuento infantil es un escrito que hace pasear nuestra imaginación de la mano por parajes interesantes de la literatura popular rusa.
Vasilisa la Bella
Ilustraciones de Ivan Bilibin
Selección de Marcela Carranza
Traducción de Pepín Cascarón
Selección de Marcela Carranza
Traducción de Pepín Cascarón
En cierto reino vivía un mercader que tenía una única hija, Vasilisa la Bella. La madre falleció cuando la niña contaba ocho años. Sintiendo próximo su fin, la madre llamó a la niña, sacó de entre las sábanas una muñequita y se la entregó diciéndole:
—Escucha mis últimas palabras, Vasilisa, obedece mi última voluntad. Te dejo esta muñeca. Consérvala siempre a tu lado y no se la enseñes a nadie. Si te ocurre algo malo, dale de comer y luego pídele consejo. La muñequita comerá lo que le des y te socorrerá en tus dificultades.
La mujer del mercader besó a su hija y, unos instantes después, murió. El viudo sintió mucho la muerte de su mujer, pero pasado algún tiempo, quiso volverse a casar. Eligió una mujer que tenía dos hijas aproximadamente de la misma edad que Vasilisa. Eso significaba que tenía experiencia como ama de casa y como madre. Así que el mercader se casó con ella. Pero la mujer y sus dos hijas estaban celosas de Vasilisa. Envidiaban su belleza y la agobiaban de trabajo para que adelgazara de cansancio y para que el viento y el sol estropeasen su blanca piel. En todo el día no se oía en la casa más que gritos:
—¡Vasilisa, Vasilisa! ¡Haz la comida, barre la casa, trae la leña, ordeña las vacas, y date prisa, no pongas esa cara, que parece que vienes de un entierro!
Vasilisa hacía todo lo que le decían, procuraba complacerlas y estaba cada día más hermosa y más lozana mientras que la madrastra y sus hijas, que no se movían para nada, adelgazaban de rabia y amarilleaban de envidia.
Eso ocurría porque la muñequita le ayudaba en todo. Por la noche, cuando todos dormían, la muchacha se encerraba en su buhardilla, daba de comer a la muñeca y le contaba sus penas.
La muñequita comía, después consolaba a Vasilisa, le daba consejos y, por la mañana, hacía por ella todo el trabajo. La chica descansaba al fresco o recogía flores y la muñequita escardaba el huerto, acarreaba agua, encendía la estufa y regaba las coles. Además, le señalaba qué hierbas debía aplicarse para que el sol no tostara su tez. En fin, Vasilisa estaba más hermosa cada día.
En cierta ocasión, el mercader tuvo que emprender un largo viaje. La madrastra se trasladó con las muchachas a una casa en el lindero del bosque. En un calvero de ese bosque había una casa, y en esa casa vivía Baba Yaga, la vieja hechicera. Baba Yaga no dejaba que nadie se acercara a sus dominios y se alimentaba de seres humanos como si fueran pollos.
Para deshacerse de Vasilisa, su madrastra la enviaba siempre al bosque a buscar esto o recoger aquello. Pero ella volvía siempre sana y salva, la muñeca le señalaba el camino y la mantenía alejada de la guarida de Baba Yaga.
Llegó el otoño. Una tarde, la madrastra repartió a las tres muchachas labor para la velada: una debía hacer encaje, la otra media y Vasilisa debía hilar. Apagó todas las luces de la casa, dejó encendida sólo una vela donde las jóvenes estaban trabajando y se fue a acostar. Una de las hijas de la madrastra apagó la vela como le había ordenado su madre, y aparentando que fue sin querer exclamó:
—¿Qué vamos a hacer? ¡Qué desgracia! El trabajo no está terminado y no queda ni un solo tizón en la casa. ¡Alguien tendrá que ir en busca de fuego a casa de Baba Yaga!
—Yo no voy —dijo la hermanastra mayor—. Yo hago encaje y los alfileres me dan bastante luz.
—Pues yo tampoco —se apresuró a decir su hermana—. Yo hago media y las agujas me dan luz.
—Tendrás que ir tú —gritaron las dos a la vez—. ¡Vasilisa, Vasilisa, ve a casa de Baba Yaga y pídele fuego!
Y la expulsaron brutalmente de la habitación. Vasilisa corrió a su buhardilla, dio de comer a la muñeca y le dijo llorando:
—¡Come, muñequita, come cuanto quieras, y escucha luego mis penas! Me dicen que vaya en busca de lumbre a casa de Baba Yaga. ¡Y la bruja me devorará!
—No tengas miedo —respondió la muñeca—. Méteme dentro de tu bolsillo y ve tranquila donde te envían. Mientras yo esté contigo no te puede suceder nada malo.
Vasilisa metió la muñeca en el bolsillo y se adentró en el bosque oscuro, por caminos ignorados.
Iba andando, toda temblorosa, cuando pasó al galope junto a ella un jinete blanco, vestido de blanco, montado en un caballo blanco, que también tenía blancos los arreos. Entonces empezó a despuntar el día.
Vasilisa siguió adelante, tropezando en los tocones. El rocío humedeció su trenza y le enfrió las manos.
De pronto pasó al galope otro jinete, rojo, montado en un corcel rojo también y con los arreos del mismo color. Salió el sol, acarició a Vasilisa, la hizo entrar en calor y le secó la trenza.
Estuvo Vasilisa caminado todo el día y sólo al caer la tarde llegó al calvero donde se encontraba la casa de Baba Yaga. La cerca que la rodeaba estaba hecha de huesos humanos coronados por calaveras también humanas. El paso por debajo del portón estaba enlosado de pies humanos, los cerrojos eran manos y el candado, una boca de dientes agudos. Vasilisa quedó petrificada de espanto. Apareció un jinete negro, montado en un caballo negro y con los arreos del mismo color. Llegó el jinete al portón y desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.
Se hizo de noche. Sin embargo, la oscuridad duró poco tiempo. A todas las calaveras de la cerca se les encendieron los ojos, y en el calvero había tanta luz como en pleno día. Vasilisa temblaba de miedo. Las piernas no le obedecían, pero no podía alejarse de aquel horroroso paraje.
Vasilisa se dio cuenta de que la tierra retemblaba. Se escuchó un ruido terrible en el bosque, los árboles se entrechocaban, las hojas secas crujían, y apareció Baba Yaga, vieja hechicera. Le servía de timón la mano del mortero en que iba montada, y con una escoba iba borrando sus huellas. Antes de trasponer el portón se detuvo y vociferó olfateando a su alrededor:
—¡Fff, fff… Huele a carne rusa! ¿Quién hay aquí?
Se acercó Vasilisa a la bruja, le hizo una profunda reverencia y le contestó humildemente:
—Soy yo, abuelita. Mis hermanastras me han enviado a que te pida lumbre.
—Está bien —dijo Baba Yaga—. Ya sé quiénes son tus hermanastras. Pero si quieres que te dé lumbre, primero has de quedarte a trabajar para mí. Si el trabajo está bien hecho, te la daré; si no lo está, te devoraré.
Luego, Baba Yaga se volvió hacia el portón y gritó:
—¡Que se descorran los recios cerrojos y el ancho portón se abra de par en par!
El portón se abrió y la bruja entró montada en su mortero dando silbidos. Vasilisa la siguió. Todo volvió a cerrarse tras ella.
Una vez en la casa, Baba Yaga se acomodó a sus anchas y le ordenó a Vasilisa:
—¡Que todo lo que está en la estufa y en la despensa venga a alinearse delante de mí! ¡Date prisa, tengo hambre!
Vasilisa empezó a sacar comida de la estufa y a servírsela a Baba Yaga. Había comida para por lo menos diez personas: asados y cocidos, quesos y embutidos, tartas y tartitas, sopas y salchichas. Luego Vasilisa descendió a la cueva y subió kvas(1), miel, cerveza y vino. La vieja se lo comió y se lo bebió todo dejándole sólo a Vasilisa un poco de sopa, un mendrugo de pan y un pedacito de lechón. Antes de acostarse, le advirtió:
—Mañana, cuando yo me haya ido, limpiarás el corral, barrerás la casa, prepararás la comida, lavarás la ropa, traerás del granero un pud (2) de trigo y lo limpiarás bien. ¡Y procura que todo esté bien hecho, o te devoraré!
Después de dar estas órdenes, Baba Yaga empezó a roncar. Vasilisa sirvió a la muñeca los restos del banquete y le dijo llorando:
—Come, muñequita querida, lo que te traigo y escucha mis penas. La bruja me ha encomendado muchos trabajos. Si no los hago, dice que me comerá. ¡Ayúdame!
La muñequita respondió:
—No llores, no te apures, y acuéstate Vasilisa la Bella, que mañana será otro día.
Vasilisa se levantó muy temprano, pero Baba Yaga ya estaba en pie. Los ojos de las calaveras se apagaron, pasó el jinete blanco y se hizo de día. Baba Yaga salió al patio y silbó. Inmediatamente el mortero vino a situarse ante ella. Pasó el caballero rojo y salió el sol. Baba Yaga montó en su mortero y partió a toda prisa. Le servía de timón la mano del mortero, con la escoba borraba sus huellas.
Al quedarse sola, Vasilisa recorría la casa y se preguntaba por dónde iba a empezar su trabajo, pero al fijarse vio que todo estaba ya hecho y que la muñeca estaba retirando los últimos granos malos del trigo.
—¡Cómo agradecértelo, querida muñeca! Me has salvado de un gran peligro.
—Sólo te queda preparar el almuerzo —contestó la muñeca metiéndose en el bolsillo de Vasilisa—. Después descansa.
Al caer la tarde, Vasilisa preparó la mesa y se quedó a esperar a Baba Yagá. Se vio pasar al jinete negro más allá del portón y se hizo de noche. Comenzaron a refulgir los ojos de las calaveras. Se oyó el entrechocar de los árboles, crujieron las hojas; era Baba Yaga que llegaba.
—¿El trabajo está hecho? ¿Cumpliste con las tareas? —preguntó a Vasilisa que había salido a su encuentro.
—Míralo por ti misma, abuela —respondió la muchacha.
Baba Yaga lo revisó todo, y al no encontrar nada que decir gruñó:
—Está bien —luego gritó—: ¡A ver, mis fieles sirvientes, mis amigos del alma! ¡Moled este trigo!
Al instante aparecieron tres pares de manos, cogieron el trigo y se lo llevaron. Baba Yaga cenó y, cuando iba a acostarse, ordenó nuevamente a Vasilisa:
—Mañana harás lo mismo que hoy; pero además, trae las semillas de adormidera que hay en el granero y límpialas de tierra una por una.
Luego se volvió hacia la pared y comenzó a roncar.
Vasilisa dio de comer a la muñeca y la muñeca comió y le dijo como el día anterior:
—Vete a dormir tranquila, que la almohada es buena consejera. Todo se hará, Vasilisa.
A la mañana siguiente Baba Yaga volvió a marcharse montada en el mortero; la muñequita hizo todos los trabajos en un periquete. La bruja volvió, lo revisó todo y gritó:
—¡Fieles sirvientes, mis amigos del alma! ¡Venid a prensar el aceite de mis granos de adormidera!
Al instante aparecieron tres pares de manos y se llevaron todo el grano. Baba Yaga se sentó a la mesa a cenar. Mientras comía, Vasilisa permanecía callada a su lado.
—¿Por qué no hablas conmigo? —preguntó Baba Yaga. Cualquiera diría que eres muda.
—Es timidez —respondió Vasilisa—. Pero, si me lo permites, quisiera preguntarte algunas cosas.
—¡Pregunta! Pero ten en cuenta que algunas cuestiones no son buenas para ser planteadas. Saber demasiado envejece antes de tiempo.
—Sólo quisiera preguntarte acerca de cosas que he visto, abuela. Al venir hacia aquí, me crucé con un jinete blanco. ¿Quién era?
—Mi fiel sirviente el día claro —respondió Baba Yaga.
—Luego se me adelantó un jinete rojo. ¿Quién era?
—Mi fiel sirviente el sol resplandeciente —respondió Baba Yaga.
—¿Y quién era el jinete negro que me dio alcance al lado del portón, abuela?
—Mi fiel sirviente la noche oscura. ¿Quieres saber otra cosa? —inquirió la bruja.
Vasilisa se acordó de los tres pares de manos que había viso aparecer pero no dijo nada.
—Me basta con esto. Tú misma lo has dicho: demasiado saber envejece antes de tiempo.
—Haces bien en preguntar sólo por las cosas que has visto fuera de casa y no dentro. No me gusta sacar de aquí los trapos sucios. Y a los demasiado curiosos, me los como. Y ahora, soy yo quien quiere plantearte una pregunta: ¿Cómo te las arreglas para hacer todas las tareas que te encomiendo?
—Me ayuda la bendición de mi madre, abuela —contestó Vasilisa.
—¡Con que esas tenemos! ¡Pues largo de aquí, hija bendita! Lárgate enseguida. ¡No quiero personas bendecidas en mi casa!
Baba Yaga empujó a la joven fuera de la casa, pero antes de cerrar el portón cogió de la cerca una de las calaveras de ojos encendidos, la clavó en el extremo de un palo y se lo dio a Vasilisa diciendo:
—Aquí tienes la lumbre para tus hermanastras, llévasela. ¿No te habían mandado a buscarla?
Vasilisa se alejó corriendo camino de su casa, guiada por la luz de la calavera, que no se apagó hasta que amaneció.
Finalmente, llegó a su casa al atardecer del otro día. Junto al portón se le ocurrió la idea de tirar la calavera, pensando que seguramente ya no necesitarían lumbre en la casa. Pero, una voz bronca que salió de la calavera le ordenó:
—No me tires. Llévame donde está tu madrastra.
Al llegar a la puerta, Vasilisa se sorprendió al no ver ninguna luz en la casa, y todavía más se sorprendió al ver que la madrastra y sus hijas la recibían con alegría. Desde su partida, le explicaron, no había habido forma de conseguir fuego en la casa. No conseguían encenderlo, y el que traían de los vecinos se apagaba en cuanto lo metían en la sala.
—Puede que el tuyo arda —dijo la madrastra.
Vasilisa llevó la calavera a la habitación, y sus ojos ardientes se posaron en la madrastra y sus hijas abrasándolas. Ellas intentaron esconderse, pero los ojos las seguían adonde quiera que fueran y, al llegar la mañana, las mujeres no eran más que un puñado de cenizas. Sólo Vasilisa no había sufrido el menor daño.
No quiso Vasilisa quedarse en aquella casa. Enterró la calavera, cerró la puerta con candado y se marchó a la ciudad. Allí pidió a una viejecita que la alojara hasta el regreso de su padre.
Pasado un tiempo dijo Vasilisa a la anciana:
—Me aburro sin hacer nada, abuelita. Cómprame lino del mejor.
La anciana compró el lino, y Vasilisa se puso a hilar. Trabajaba muy deprisa, y el hilo le salía igual y fino como un cabello, fuerte como el acero. Cuando Vasilisa terminó de hilar quiso ponerse a tejer, pero ningún telar era lo bastante fino para su hilo. Vasilisa se lo pidió a la muñeca, que le contestó:
—Tráeme un telar viejo cualquiera, una vieja lanzadera y crines de caballo, y yo te construiré un telar para tu hilo.
Vasilisa lo trajo todo, se acostó y, durante la noche, la muñeca le fabricó un telar en el que se hubieran podido tejer telas de araña.
Vasilisa se puso de nuevo a trabajar y a finales del invierno había tejido un lienzo tan fino que podía pasarse por el ojo de una aguja. En primavera blanqueó el lienzo bajo el sol y le dijo a la viejecita:
—Aquí tienes este lienzo, abuelita. Véndelo y quédate tú con el dinero.
La anciana miró el lienzo y quedó pasmada:
—¡Ni lo sueñes! Una tela como ésta no se lleva a la feria, ni se la pasea por el mercado. Una tela así sólo se puede ofrecer al zar. La llevaré a palacio.
Vio el zar el lienzo y quedó maravillado.
—¿Cuánto pides por él? —preguntó a la anciana.
—No tiene precio —respondió la mujer. Te lo he traído como presente.
El zar dio las gracias y, antes de que se marchara la viejecita, le hizo muchos regalos.
Quiso el zar que le hicieran unas camisas con aquel lienzo, pero era tan fina la tela, que nadie se atrevía a coserla. El zar mandó llamar a la anciana y le dijo:
—Ya que supiste hilar y tejer el lienzo, hazme unas camisas con él.
No he sido yo, majestad, quien ha hilado y tejido el lienzo; lo ha hecho una muchacha llamada Vasilisa.
—Bueno, pues que me haga ella las camisas.
Volvió la viejecita a casa y se lo contó todo a Vasilisa. Vasilisa hizo las camisas y las bordó con sedas y perlas. La anciana llevó las camisas a palacio.
Vasilisa se sentó a la ventana con su bastidor. De pronto vio que corría hacia allí un criado del zar.
—El zar —le dijo el hombre— quiere ver a la maravillosa costurera que ha hecho las camisas y recompensarla con sus propias manos reales.
Compareció Vasilisa ante el zar, que en cuanto la vio se enamoró locamente de ella.
—Yo no podría separarme de ti, quiero que seas mi esposa —le dijo.
Tomó el zar las manos de Vasilisa la Bella, blancas como la nieve, y la sentó a su lado. Al poco tiempo celebraron la boda.
Pronto regresó el padre de Vasilisa de su viaje y se quedó a vivir con ella. Vasilisa pidió a la viejecita que se alojara también en palacio. En cuanto a la muñeca, hasta el final de sus días la zarina la llevó siempre en el bolsillo.
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