Este es un extenso como interesante reportaje sobre la cueva más grande, hasta el momento descubierta, indudablemente que leer este artículo y disfrutar de las espectaculares fotos es adentrarse en un viaje que quizás nunca podríamos realizar de otra manera, así que a transportarse a este otro sobrecogedor sitio de nuestro maravilloso planeta...
Originalmente este reportaje fue publicado por la revista National Geographic. Vale.
Acabamos de atravesar juntos el torrencial río subterráneo Rao Thuong y de trepar por aguzadas crestas calizas de seis metros de altura hasta una ribera arenosa. Continúo solo, siguiendo el haz de mi linterna frontal a lo largo de las huellas dejadas hace un año. En la primavera de 2009, Sims participó en la primera expedición que se adentró en Hang Son Doong, la «cueva del río de la montaña», en un remoto paraje del centro de Vietnam. Oculta en el agreste Parque Nacional Phong Nha-Ke Bang cerca de la frontera con Laos, la cueva forma parte de una red de unas 150 cavernas, muchas de ellas todavía inexploradas, en la cordillera Annamita. Durante la primera expedición, el equipo exploró cuatro kilómetros de Hang Son Doong hasta que una pared de 60 metros de calcita fangosa le cerró el paso. La llamaron la Gran Muralla Vietnamita. En lo alto, los exploradores distinguieron un espacio abierto e indicios de luz, pero no pudieron hacerse una idea de qué había al otro lado. Un año después, han regresado (siete curtidos espeleólogos británicos, varios científicos y una cuadrilla de porteadores) para escalar la pared, si pueden, medir la galería, y seguir adelante, si es posible, hasta el final de la cueva.
Una columna gigantesca envuelta en coladas estalagmíticas de carbonato cálcico se yergue como un coloso sobre los exploradores, que nadan en las profundidades de Hang Ken, una de las 20 cuevas que fueron descubiertas el año pasado en Vietnam.
El rastro desaparece ante mí al llegar a una pila de derrubios: rocas como casas que se han desprendido del techo y se han despedazado en el suelo de la cueva. Levanto la mirada todo lo que puedo, pero la inmensidad de la gruta se traga la luz de mi linterna frontal, como si estuviera mirando un cielo nocturno sin estrellas. Me han dicho que estoy en un lugar donde hay espacio como para aparcar un Boeing 747, pero no puedo saberlo; está tan oscuro que es como tener la cabeza dentro de un saco de dormir.
Apago la linterna para sentir la intensidad de la oscuridad. Al principio no veo nada. Pero luego, a medida que mis pupilas se adaptan, me sorprende distinguir a lo lejos una luz tenue y espectral. Me abro paso entre los escombros, casi corriendo por la excitación, mientras las piedras se dispersan a mi paso y despiertan ecos en la cámara invisible. Recorro una empinada cuesta, rodeo una cornisa como la que podría haber en una montaña y me detengo, atónito. Un enorme haz de luz solar se derrama en la cueva como una catarata. El agujero del techo por donde irrumpe la luz es enorme, al menos de 90 metros de diámetro. La luz revela por primera vez las extraordinarias proporciones de Hang Son Doong. La galería mide unos 90 metros de ancho, y el techo está a casi 240 metros de altura. Hay espacio para toda una manzana de edificios de 40 pisos. Distingo nubes deshilachadas cerca del techo.
La luz que se derrama desde lo alto descubre que en el suelo de la cueva hay una torre de calcita de más de 60 metros de altura, cubierta de helechos, palmeras y otras plantas selváticas. Las estalactitas penden de los bordes del gigantesco tragaluz como carámbanos petrificados. A unos cientos de metros del suelo cuelgan plantas trepadoras, y los vencejos vuelan a través de la brillante columna de luz. Sims me alcanza. Entre nosotros y la galería iluminada por el sol se yergue una estalagmita que, vista de lado, parece la pata de un perro. «Llamarla “la Mano de Dios” habría sido demasiado cursi –me dice–, pero “la Mano del Perro” no está mal, ¿no crees?»
Apago la linterna para sentir la intensidad de la oscuridad. Al principio no veo nada. Pero luego, a medida que mis pupilas se adaptan, me sorprende distinguir a lo lejos una luz tenue y espectral. Me abro paso entre los escombros, casi corriendo por la excitación, mientras las piedras se dispersan a mi paso y despiertan ecos en la cámara invisible. Recorro una empinada cuesta, rodeo una cornisa como la que podría haber en una montaña y me detengo, atónito. Un enorme haz de luz solar se derrama en la cueva como una catarata. El agujero del techo por donde irrumpe la luz es enorme, al menos de 90 metros de diámetro. La luz revela por primera vez las extraordinarias proporciones de Hang Son Doong. La galería mide unos 90 metros de ancho, y el techo está a casi 240 metros de altura. Hay espacio para toda una manzana de edificios de 40 pisos. Distingo nubes deshilachadas cerca del techo.
La luz que se derrama desde lo alto descubre que en el suelo de la cueva hay una torre de calcita de más de 60 metros de altura, cubierta de helechos, palmeras y otras plantas selváticas. Las estalactitas penden de los bordes del gigantesco tragaluz como carámbanos petrificados. A unos cientos de metros del suelo cuelgan plantas trepadoras, y los vencejos vuelan a través de la brillante columna de luz. Sims me alcanza. Entre nosotros y la galería iluminada por el sol se yergue una estalagmita que, vista de lado, parece la pata de un perro. «Llamarla “la Mano de Dios” habría sido demasiado cursi –me dice–, pero “la Mano del Perro” no está mal, ¿no crees?»
Un escalador asciende a través de un haz de luz en Loong Con, donde la humedad que asciende entra en contacto con el aire fresco y forma nubes en el interior de la cueva.
Apaga la linterna y se apoya sobre el tobillo sano.
«Cuando llegué por primera vez a la dolina colapsada y vi el tragaluz, iba con otro espeleólogo. Ambos teníamos sendos hijos de cuatro años, así que éramos expertos en dinosaurios, y la escena nos pareció salida de El mundo perdido de sir Arthur Conan Doyle –me cuenta–. Por eso, cuando mi compañero siguió explorando en dirección a la luz, le dije que tuviera “cuidado con los dinosaurios”, y el nombre se le quedó.»
En este tramo iluminado de la cueva Hang Son Doong, quizá la galería subterránea
más grande del mundo, cabría un kilómetro de edificios de 40 pisos de altura.
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Hace 20 años, los jefes de esta expedición, Howard Limbert y su esposa, Deb, fueron los primeros espeleólogos en visitar Vietnam desde la década de 1970. Entonces las cuevas del país eran legendarias pero estaban sin explorar. En 1941, Ho Chi Minh había planeado su revolución contra los japoneses y los franceses en la cueva Pac Bo, al norte de Hanoi, y durante la guerra de Vietnam, miles de vietnamitas se refugiaron de los bombardeos estadounidenses en las cuevas. Los Limbert, experimentados espeleólogos de los valles de Yorkshire, en el norte de Inglaterra, contactaron con la Universidad de Ciencias de Hanoi y, tras obtener los permisos, organizaron una expedición en 1990. Desde entonces han hecho 13 viajes, durante los cuales no sólo han descubierto una de las cuevas fluviales más largas del mundo (Hang Khe Ry, de 19 kilómetros, cerca de Son Doong) sino que también han colaborado en la creación del Parque Nacional Phong Nha-Ke Bang, de 857,5 kilómetros cuadrados, que hoy atrae a un cuarto de millón de visitantes al año, nacionales y extranjeros. Los turistas, que han aumentado de forma espectacular los ingresos de los lugareños, vienen al parque para ver la cueva homónima, Hang Phong Nha. La vegetación allí es tan densa, que tal vez los Limbert nunca hubieran encontrado las cuevas de no haber sido por la ayuda de los lugareños. «El señor Khanh ha estado con nosotros desde el principio», dice Howard, señalando al hombre delgado que fuma junto al fuego del campamento. Estamos en la entrada de Hang En, la puerta de un kilómetro y medio de largo que, bajo un anillo de montañas, conduce al mundo perdido. «No lo habríamos logrado sin él», añade. La familia de Ho Khanh vivía en un pueblo cercano. A su padre lo mataron en la guerra cuando él era niño, y tuvo que sobrevivir solo en la selva. Durante años cazó en ese territorio fronterizo, refugiándose en las cuevas de la lluvia o de los bombardeos. «Hicieron falta tres expediciones para encontrar Hang Son Doong –prosigue Howard–. Khanh descubrió la entrada de niño, pero se le había olvidado dónde estaba.» Los bosques de bambú y demás vegetación que cubren los montículos de caliza hacen de esta zona un lugar impenetrable. En esta parte de Vietnam el suelo es un inmenso bloque de caliza. Hang Son Doong se formó hace entre dos y cinco millones de años, cuando el río que discurría sobre la caliza excavó la roca siguiendo una falla y formó un túnel gigantesco bajo las montañas. En los puntos donde la caliza era más débil, el techo de las cuevas se derrumbó, creando colosales dolinas que son como tragaluces naturales. Para los espeleólogos, descubrir una cueva tan grande es como encontrar bajo tierra un Everest desconocido. «No hemos hecho más que arañar la superficie –dice Howard, refiriéndose al parque nacional, declarado Patrimonio de la Humanidad en 2003–. Queda mucho más por hacer.»
¿Una selva dentro de una cueva? El derrumbe del techo de Hang Son Doong dejó que entrara la luz, lo que hizo que creciera una densa vegetación. Mientras «Sweeny» Sewell sube a la superficie, otros expedicionarios recorren un tramo de la cueva bautizado Jardín del Edam.
La niebla cubre las colinas de los 857,5 kilómetros cuadrados del Parque Nacional Phong Nha-Ke Bang, creado en 2001 para proteger uno de los mayores sistemas de cuevas de Asia. Durante la guerra de Vietnam, los norvietnamitas se escondían en las cuevas para eludir los ataques aéreos norteamericanos. Los cráteres abiertos por las bombas se usan hoy como estanques para criar peces.
Los miembros de la expedición entran en Han En, una cueva excavada por el río Rao Thuong. Durante los meses de sequía el río se reduce a una serie de pozas, pero durante la época de las crecidas el nivel de las aguas puede aumentar hasta unos 90 metros y cubrir las rocas donde están los espeleólogos.
Hacia la mitad de la cueva Hang En el espacio para estar de pie se reduce y los exploradores caminan bajo un techo que presenta las marcas de corriente dejadas por las aguas que han circulado con fuerza durante miles de años. El río emerge a la superficie poco después de este punto para, tras unos pocos kilómetros, enterrarse de nuevo en Hang Son Doong.
Como si fuera una cascada petrificada, una pared de caliza estriada, teñida de verde por las algas, detiene a los asombrados espeleólogos durante el recorrido. En seguida encontrarán el final de Hang En.
Las rocas cubiertas de musgo y un desnivel de 10 metros ponen a prueba a Mark Jenkins en la entrada de Hang Son Doong, perdida en la espesura. «Estas cuevas son enormes, pero no las ves hasta que estás encima», dice. Los buscadores de cuevas a veces las descubren cuando sienten ráfagas de aire procedentes de grietas en el suelo.
En las amplias cámaras de Hang Son Doong la vida brota en los lugares adonde llega la luz del sol, nada que ver con lo que suelen ver los espeleólogos. Helechos y otras plantas colonizan los gours. En las selvas que crecen bajo las aberturas del techo de la cueva se han visto monos, serpientes y aves.
Las perlas de las cavernas, llamadas pisolitas, rellenan los gours secos cerca del Jardín del Edam, en la cueva Hang Son Doong. Esta infrecuente acumulación de piedras esféricas se formó a lo largo de los siglos por la acreción de finas capas de calcita dejadas por el agua alrededor de los granos de arena.
Tratando de orientarse en un laberinto cubierto de algas, Deb y Howard Limbert, organizadores de la expedición, encabezan la marcha a lo largo del accidentado perfil de Hang Son Doong. Los escalones se forman cuando el agua saturada de calcita desborda las lagunas.
Como si fuese un castillo en la cima de un cerro, una formación rocosa resplandece bajo un tragaluz en la cueva Hang Son Doong. Una tormenta acaba de llenar de agua la laguna, señal de que la temporada de exploraciones está tocando a su fin.
El mayor desafío del equipo de expedición fue encontrar el modo de salvar la Gran Muralla Vietnamita, una colada estalagmítica desplomada que bloqueaba el paso de los espeleólogos hacia las profundidades de Hang Son Doong. En la imagen, los escaladores «Sweeny» Sewell y Howard Clarke colocan los anclajes para asegurar las cuerdas que sostendrán su peso. Una vez conquistada la pared, el equipo descubrió un segundo acceso a la cueva.
«Fue como si pasara un tren», dijo «Sweeny» Sewell para describir el ruido que se produjo un segundo antes de que cayera una cascada por la dolina Cuidado con los Dinosaurios. Un excepcional aguacero fuera de estación produjo la rugiente escorrentía. ¿Tuvieron miedo los espeleólogos de ahogarse? «Quizá si la cueva hubiera sido más pequeña –dijo el jefe de la expedición Howard Limbert–, pero no en ésta.»
En la estación seca, desde noviembre hasta abril, los espeleólogos pueden explorar sin peligro Hang Ken, con sus lagunas poco profundas. Pero cuando llega el monzón, la crecida del río subterráneo inunda las galerías y la cueva se vuelve impracticable.
La luz procedente de la superficie desvela unas estalagmitas de diferentes grosores en el suelo de Hang Loong Con. Los espeleólogos llamaron a este nuevo hallazgo el Jardín de los Cactos.
Espero que os haya gustado este viaje al “fondo de una Cueva”
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